Encuentro mágico y gracioso con los indios Tayrona
Un sendero, tres horas de caminata entre la selva, mucho calor y un par de errores culturales hicieron que los indios me dieran un regalo inolvidable.
Uno de los lugares más maravillosos en el que he estado es el Parque Nacional Tayrona, en Colombia. Tiene absolutamente todo lo que me gusta: una playa hermosa, naturaleza salvaje que se lanza sobre uno y un camino arqueológico para hacer trekking hacia el antiguo pueblo indígena Tayrona.
Fue este camino precolombino el que hizo de mi viaje una experiencia inolvidable. Nos levantamos cerca de las 8 de la mañana; nada mejor que despertar en una carpa con vista al mar, salir y encontrarse con un mono que te mira fijamente esperando que compartas tu desayuno con él.
Comenzamos el sendero sin imaginarnos todo lo que nos ocurriría ese día. Cada piedra que pisaba había sido puesta a mano por los nativos del parque hace cientos de años; cada paso era realmente mágico y me transportaba en el tiempo. Una música compuesta por el cantar de los pájaros y las conversaciones de los monos aulladores acompañaba nuestro andar, mientras todo tipo de insectos de los colores más brillantes salían a nuestro encuentro.
Luego de haber caminado unas tres horas llegamos a la cumbre del cerro, paramos a bañarnos en una cascada y les tomamos fotografías a las mariposas azules gigantes que revoloteaban en nuestro alrededor. El calor y el cansancio eran más fuertes que nosotros, no conseguíamos ni hablar.
No podría decirles cuántos grados hacían, pues jamás lo supe, pero puedo suponer que eran más de 30 (en verdad les diría que eran como mil grados, pero dudo que estaría viva si eso fuera cierto; sin embargo, se sentían como eso). La transpiración me ganó y no encontraba forma de bajar mi temperatura corporal. Así que como tenía bikini me saqué la polera, la cual me sirvió para tirarme algo de aire.
Comencé a investigar el lugar y a descubrir preciosas ruinas recónditas entre los árboles, cuando una escalera llamó mi atención y mi curiosidad me llevó a subirla. De pronto vi un grupo de indios Tayrona con su ropa típica, instrumentos y otros objetos en las manos, que venían entonando canciones en su lengua nativa. Uno me llamó amablemente. Bajé y me dijo en español que estaba parada en un lugar sagrado donde venían a entregar ofrendas y hacer una ceremonia. Mi vergüenza no podía ser mayor; yo, que siempre hago todo lo posible para no ofender a los habitantes de los lugares donde viajo, estaba sobre una piedra ceremonial, sacando fotos y más encima ¡sin polera!
Para mi defensa puedo decirles que no había ningún cartel que indicara que no se podía pasar a aquel lugar y en las otras ruinas uno podía caminar libremente. Como sólo uno hablaba español le pedí que por favor que me tradujera mis disculpas a todos los asistentes, y luego me retiré preocupada esperando no haberlos ofendido demasiado.
Me senté en una roca a escuchar sus hermosas canciones y unos minutos después los vi bajar alegres y conversando entre ellos muy animados. Puede ser que entre el nerviosismo y el calor olvidé ponerme la polera, así que seguía en bikini. Fue entonces que a lo lejos los vi apuntándome y riéndose a carcajadas. Miré hacia atrás pensando que tal vez mostraban otra cosa, pero no había duda alguna de que yo era la causa de su risa profunda y contagiosa. Pasaron frente a mí a tan sólo un metro y su risa pareció aumentar; me saludaron, dijeron algunas palabras que no comprendí y todos echaron a reír nuevamente. Como creo que una sonrisa siempre se contesta con otra, les devolví el saludo con todos mis dientes al aire. Continuaron su camino y los vi alejarse entre la selva.
Ya descansada y decidida a emprender el retorno al campamento, me paré de mi roca y encontré algo muy inesperado. Justo donde los indígenas pararon a despedirse entre carcajadas había un rollo de billetes. ¿Qué hacer? ¿Cómo devolverlo si no sabía dónde vivían? Así que decidí tomarlo como un regalo, pensando que algo en mí les había alegrado la tarde y que tal vez ellos sabían cuánto necesitábamos ese dinero para comer esa noche.
Tuvimos una rica cena, pero lejos lo mejor de todo es que al cerrar los ojos aún puedo escuchar su risa contagiosa y mi corazón sonríe.