La dolce vita
Esos viajes, en silencio, leyendo mapas, pensando, intentando olvidar para renacer, tuvieron un objetivo que recién pude entender muchos años después, cuando ya el tiempo había hecho lo suyo y dejó caer entre mis manos una nueva convicción, medio real/medio romántica, de presente, con la fuerza que despiertan los nuevos amores: ¡Qué ganas de haberlo conocido antes! ¡Qué ganas de haberme perdido con él! Parece otra vida, una vida donde yo intentaba saber quién era, con el peso de la nostalgia a cuestas, y que finalmente tenía un solo camino, el del regreso, el de encontrarnos en un jardincito donde estaban todas las respuestas que ambos buscábamos.
“Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino! y en Roma misma a Roma no la hallas: cadáver son las que ostentó murallas, y tumba de sí propio el Aventino”, repites como un mantra cada vez que te bajas del avión, miras tu pasaporte que dice que eres una ciudadana italiana y dejas que tu cuerpo empiece a sentir todo ese aire fresco que viene de eso que conoces como el Mediterráneo. Los versos de Quevedo te recuerdan una idea que nace muy atrás de tu historia, allá por el siglo pasado, y que tiene de protagonista a tu abuela Elsa Cammarella Capparelli, argentina de nacimiento e hija de padres italianos que venían, específicamente, del sur de esa parte de la tierra. Hablo de Mottafollone, un municipio situado en el territorio de la provincia de Cosenza, Calabria.
Por ese antecedente, y quizás otras muchas razones, siempre me vi un poquito reflejada en los rostros, la manera de ser, sentir y amar que tenía un país que conozco bastante bien, al que he ido varias veces a perderme por sus colinas y que a veces, casi como una quimera, me asalta con imágenes que transcurren en Florencia, Venecia, Milán, Pisa, Bérgamo, Monopoli, Bari y tanto y tanto y tanto. Estar en Italia me reconecta con mi alma epicúrea, con mi hedonismo más inmediato.
Esos viajes, en silencio, leyendo mapas, pensando, intentando olvidar para renacer, tuvieron un objetivo que recién pude entender muchos años después, cuando ya el tiempo había hecho lo suyo y dejó caer entre mis manos una nueva convicción, medio real/medio romántica, de presente, con la fuerza que despiertan los nuevos amores: ¡Qué ganas de haberlo conocido antes! ¡Qué ganas de haberme perdido con él! Parece otra vida, una vida donde yo intentaba saber quién era, con el peso de la nostalgia a cuestas, y que finalmente tenía un solo camino, el del regreso, el de encontrarnos en un jardincito donde estaban todas las respuestas que ambos buscábamos. Él sabe, creo que lo sabe, que cada ciudad parece un resumen de algo eterno. Italia es eso y más. Italia desborda en risas, chispas y cultura. Italia es un país loco, históricamente loco, con una Fontana, la Di Trevi, que casi nunca está en condiciones para que uno logre tomarse una foto, con parques que tienen los colores del sol y un airecito que en algún momento de la tarde te obliga a buscar un chaleco. Sobre todo si es otoño. Sobre todo si no sabes si comerte el fetuccini alla puttanesca, el pansotti alla genovese o el spaguetti carbonara. A mí me gustan todos. Y también la pizza y el risotto y los ravioli con un Campari en mi mano derecha. ¡Porque en Italia hay que disfrutar sin culpas y después de tanto vino y tanto queso, caminar hasta llegar a una banquita en el Trastevere –el Montmartre de París-, y mirar a la gente conversando, a las personas de pie contándose la vida, entrar, si quieres, a una iglesia medieval, seguir por un café o visitar diez librerías y reírte con sus risas, con sus gritos, sus bocinas, sus gestos y esos ojos enormes y claros y expresivos de su gente! Todo mejora si además te encuentras con un músico callejero y sus melodías se funden para siempre en tu cabeza mientras te sientas a escribir en una libretita tres pensamientos de un día cualquiera. A mí me pasó. Yo lo viví. Pude escuchar a un violín, en una plaza italiana, susurrando el tango Por una cabeza.
¿Repasemos algunos de los lugares que me han marcado de la “bella” Italia?
Empecemos por Roma. Primera máxima: uno vuelve siempre a la ciudad eterna. Por eso, si tuviera que hacer una lista de aquellos lugares que me hacen feliz, me quedo con sus museos, los helados de la Piazza Navona o ese misticismo que siento cada vez que paso por el Coliseo, la Plaza de España y el Campo dei Fiori. No es mala idea arrendar una Vespa, sentirse en una que otra escena de la película de Woody Allen, y pasearte de aquí para allá durante veinticuatro horas recorriendo A Roma con amor.
Sigamos por Florencia y el David de Miguel Ángel. Aprendizaje de tarde: el norte te toma y no te suelta. El nombre de los Medici persigue al peregrino hasta el cansancio, uno se queda siempre con el Ponte Vecchio y todo es más lindo cuando entramos a restaurantes que son tabernas del pasado. No olvidar la Catedral de Santa María del Fiore, la Piazza della Signoria y el Palazzo Vecchio.
Siempre me gustó escribir Firenze. Ese es el nombre de las artes. Porque aquí nacen, de aquí son, de aquí vienen Leonardo, Dante, Rafael, Donatello, Bocaccio y Maquiavelo. ¿Más preguntas? Hay que volver al río Arno, a la plaza de la República y a sentirse una musa de Fellini. Así al menos me vi yo en Venecia, caminando bajo la lluvia, con un paraguas negro que me cubría y me cubría. Nueva imagen: entro a una tienda, a una boutique a un costado de la plaza San Marcos, y decido ser otra. Cuadras atrás quedaron mis primos y mi hermana. Cuando los vuelvo a ver no me reconocen porque un abrigo largo, un sombrero verde y botas eternas decoran mi vestimenta. ¿El objetivo? Confundirme con el invierno. Terminado el episodio, miro para ambos lados y decido cruzar la calle y volver al café que hice mío: el Florian –inaugurado en 1720, fue el primero en permitir la entrada a nosotras las mujeres-. ¡Aplauso para él!
Venecia son sus ciento dieciocho islas y sus cuatrocientos cincuenta y cinco puentes, el Palacio Ducal y la música de Vivaldi y Stravinski. Eterna fascinación por las máscaras y la Galería de la Academia. También por un secreto que descubrí caminando de aquí para allá: en estas calles vivió Kafka y le escribió durante meses a su Felice Bauer. Venecia siempre va a ser Venecia y su dolce far niente.
A cincuenta kilómetros al este de Milán nace Bérgamo. Llegué a este lugar después de una travesía de casi un mes por Grecia y lo primero que pensé, con un estado de cansancio absoluto, fue: ¿Y si me quedo? Era una ciudad que se mezclaba, que se dividía, causándome la misma sensación que me produjo alguna vez Budapest. Un lugar pequeño, muy pequeño, pero que me daba la posibilidad de quedarme ahí, durante unos meses, escribiendo una novela.
Por eso, durante esos días, caminando y caminando para llegar a su cumbre, en lo alto de la colina, contemplaba sus murallas, sus reliquias, cayendo en la cuenta de que aquí arriba estaba lo antiguo y allá abajo empezaba la ciudad viva. Hubo sol y hubo lluvia. Hubo también un arcoíris. No alcancé a ver los sietes colores. ¿Cómo cuento lo que quiero decir? Quizás con palabras sueltas: Bérgamo fue una vida. Un momento. Tres segundos. El Palacio de la Razón y la Plaza Vieja.
Y así. Porque Italia, más allá de todo, sigue siendo una especie de Aleph donde uno encuentra lo que quiere, donde una niña de cinco años mira una y otra vez detrás de la puerta y observa a su abuela cantando en italiano; donde todos nos enfrentamos a la vida misma, cruzando el puente de los placeres y las fugas y los tiempos. También del amor.
Cada vez que cierro los ojos y pienso en ese país, escucho las voces que habitan en mí, escucho las voces de la gente que he conocido, de las historias que me han encontrado, y sigo agradeciendo la alegría que significa contemplar el mundo desde otra parte.