Myanmar, una perla detrás de la historia
Vuelas a Myanmar y la bondad te cae sobre la espalda porque las personas son «amables de querer» en ese buen sentido que tú conoces y caminas y caminas con cuarenta grados, sin sombra para refugiarte, mirando el río y no encontrando ningún turista. Rangún, Bagan y Mandalay son tus elecciones. A mí también me gustó más la segunda. Y agradeces con los pulmones, con el alma, con el corazón, las miradas que se esconden detrás de esos ojos negros que parecen de plata.
Una sangrienta guerra civil, tres colores de una bandera que saludaban de verde, rojo y amarillo con una estrella al medio de su historia y un budismo que practica casi el noventa por ciento de la población eran algunas de las cosas que sabías sobre la ex Birmania. Casi casi como un cuento, con los pies sobre la mochila y un iPad en las manos, esperabas a fines de junio, media desesperada, media feliz, el ok para embarcarte en una nueva aventura y así poder sumergirte en ese torbellino de templos en los que aterrizarías unas horas después. Venías de unos días recorriendo Chiang Mai y Phuket y tu corazón se aceleraba cada vez que pensabas que ibas a estar ahí, volviendo al pasado de nosotros mismos. Porque en Myanmar el presente quedó congelado, en cualquier parte, y el futuro siguió siendo una quimera.
Llegaste un día de lluvia y desde un auto que empapaba los cristales de ese taxi que negociaste a la salida del aeropuerto de Rangún, pudiste mirar, observar, disfrutar cómo esa lluvia no impedía a los niños jugar y jugar a la pelota, llenos de tierra, con los ojos llenos de polvo, mientras se gritaban palabras inconexas que desafiaban cualquier cuento de hadas.
Rangún, Bagán y Mandalay. Esas fueron las tres ciudades que pisaste detrás de ese país que te hizo sentir la evolución del ser humano desde la perspectiva de su amabilidad de querer, de su amabilidad por entregar todo y más.
Arrendaste una moto y te fuiste camino arriba y camino abajo, buscando templos, buscando amaneceres desde las alturas, atardeceres que te llevaban a la punta de esos colores mágicos que eran los cientos de templos, la piel morena de sus hombres, las calles estrechas y una que otra carretera perseguida por árboles milenarios que te hacían creer que podías romper el tiempo solo apretando una llave que ni siquiera era tuya, pero que por causas y azares, desde los confines de la tierra, te devolvían esa vieja confianza.
Si tu boca hablara, contara, empezara a desprender los secretos de Myanmar solo para decir en voz alta que una noche sin estrellas, en ese bus donde parecía que jugabas a esconderte, supiste entender dónde estaba el bien y dónde estaba el mal; supiste entender de dónde venían las viejas cenizas.
Realmente nada podía quebrar esa paz que venías acumulando hace meses y que se hizo añicos de nostalgia cuando llegaste a un antiguo hotel y decidiste mirar por una ventana que, como un espejo, te hizo ver lo evidente: eras la única turista y los hombres y las mujeres y los niños te miraban absortos, como si tu rostro pareciera el de una hechicera que solo quiere tirarse en paracaídas para descifrar el sabor y el olor y la textura de una naranja recién cortado. En ese tiempo, en esos días lejanos, ahora barridos por la pátina del tiempo, todo parecía medianamente nuevo, distinto, serpenteante porque el movimiento, ese que gira adentro de ese caparazón que es tu alma, era tu único horizonte.
Myanmar era la nueva Comala y sus canales pequeñitos la prueba fehaciente de que el cielo, muchas veces, empieza donde todavía ni siquiera hemos llegado porque detrás de nuestro mundo, ese que conocemos de memoria, ese donde está todo lo que amamos, todo lo que odiamos, el universo de cada uno parece un crepúsculo que no alcanza a romper ninguna escalera… Y en Myanmar, aunque nunca aparezca Pedro Páramo, empieza otra historia, otra página que te devuelve cien hojas debajo del agua.
Y da un poco igual que tomes o no el jugo fresco de una fruta recién cortada; y da un poco igual que no te acuerdes los nombres de esos cafés, los pocos cafés donde te sentaste cuando querías escribir esos versos malditos que torpemente se intercalaban en francés y en inglés y otra vez en español porque esa ciudad, a la que sabes quieres volver con él, tiene la luz de una fogata marchita.
Están también los ecos, esa risa de tres niños que gritaban con fuerza el dolor de una infancia pobre, pero no quebrada. Niños. Niños que te sonreían, que te miraban con dos ojos que más que ojos parecían aceitunas, que jugaban con sus abuelos, con sus padres, con sus hermanos, que querían que posaras con ellos en las fotos, que te mostraban sus caritas amarillas por una pasta que ellos mismos usan y usan y que los protege del sol… Y ahí entra la locura de sentirte que vives una realidad paralela, que ese mundo que habitas es ahora tu mundo porque mientras lees un libro y te pierdes despacito detrás de diez procesiones y cantas fuerte que uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, te toca la mano una piedra, se dispara la moto y sales rodando. Codo herido, pierna también un poco. Y te levantas sonriendo. Porque a esta vida viniste a sonreír, a hablar, a amar. Y no hay tiempo para quejarte por cosas que no valen la pena. Y no hay tiempo por dejar que un reloj, los tic tac de un reloj, te obliguen a hacer cosas que no quieres.
Y el mundo real, el occidental, levanta las manos y te saluda detrás de un computador, y este el de mentira, te abraza el alma y te pide que te quedes aquí. Que aquí también empieza tu historia.
¿Cuánto aprendí? ¿Cuánto dejé? ¿Qué color tienen las respuestas? Las definiciones parecen lejanas. Una convicción: en Myanmar las huellas son siempre eternas y te recuerdan que el amor puede llegar un día de octubre, que la felicidad debes hacértela fácil y hay que ir detrás de tu vida porque tú eres la dueña de ese mundo que se abre. Tú y tu libertad. Tú y tu universo. Tú y él.
Cada vez que quieras encontrar un espacio, pequeñito, dormido, ajeno, volverás a ese lugar, a esa calle, recorrerás la vieja aldea, se te mojarán los ojos escuchando las canciones de esos niños que no le temen a Dios ni al hambre, sonreirás con la sensación de que las casualidades no existen y abrazarás un cielo que te enseñó que el amor, esa palabra, empieza siempre con la primera letra del abecedario.
Para «A».