El sur también existe en la Ciudad de los Reyes
Recuerdo que anoté en un papelito gris que esa ciudad, la de mis memorias infantiles y adultas, estaba todavía muy despierta para entender su propio silencio. Aquí mi historia detrás de otra historia que probablemente nunca voy a contar.
Pensé en los casi cuarenta países que conozco y me di cuenta de una cosa: todavía no has escrito nada sobre América Latina. Injusticia importante y que de alguna manera deberías reparar, porque si de algo estás segura es de que Benedetti tenía razón cuando escribía que “el sur también existe”.
Repasé entonces, casi como una autómata, las ciudades en las que he estado y decidí quedarme con una que me envuelve de dos en dos: “Lima, la gris”.
Cuando les digo a mis amigos peruanos que La Ciudad de los Reyes me estremece, tienden a mirarme con sorpresa o ironía. Como si no me creyeran que estar ahí, a orillas del Rímac, mirando el mar con un pisco sour en la mano mientras disfruto de una exquisita causa limeña o subiendo y bajando escaleras, medio perdida por el bohemio barrio de Barranco, sea un regalo de esa mortalidad que es la vida.
Tres veces he estado en Perú, tres veces me he dejado llevar por ese sueño lento que me inunda cuando cierro los ojos y caigo en la cuenta de que estoy bajo el cielo de Lima.
Miro la habitación del hotel. Las ventanas son grandes, el techo alto y la alfombra un poco vieja. Colonial, pronuncian unos ojos casi verdes. Observo desde la 503 todo o al menos parte de Miraflores, uno de los distritos más elegantes de la capital. El termopanel no termina con el ruido ni el tráfico ni las voces de las personas que hablan fuerte en la calle. Abro la ventana. La humedad se mete en mi cuerpo. La siento. La huelo. No me gusta.
Lima y sus bocinas; Lima y sus puertas grandes, sus gestos y colores y lluvia que no es lluvia. Porque todos los que han estado aquí (¿o allá?) saben que no llueve, pero este es un paréntesis (en mi vida y en la de ellos) y sé que voy a dejar esta ciudad y esta ciudad me va a dejar a mí. Y nadie se va a dar cuenta. Y nadie va a decir nada. Al menos hasta que vuelva o me encuentre con otros que me recuerden qué bien me siento entre sus calles, rincones y plazas que se abren para recibir al forastero.
La cultura de Lima, esa de la gente que lee, el Parque de la Reserva, aquellas librerías que nacen de repente escondidas en una esquina, el Puente de los Suspiros o una que otra tienda de discos de vinilo donde un hombre te puede vender todo a una módica suma, me atrae como me atrae su noche de chilcanos y su tarde de basílicas, catedrales, bibliotecas y jardines.
Y los amigos. En Lima siempre he brindado por la amistad. Por el amor. Por la historia. ¿Sabían que a una hora del centro se encuentra una de sus ruinas arqueológicas más importantes? Huaca Pucllana es su nombre. Imperdible visita.
Y es que Lima es la chicha morada, sus viejitos jugando ajedrez, sus diferencias. Lima es el Palacio de Torre Tagle, el convento de San Francisco y el Malecón de Miraflores. Quizás también los versos desparramados de Chabuca Granda (“así es la Lima que quiero, así es la Lima que lloro”), la escultura de “El beso” y uno que otro baile multicolor que nos obliga a pensar que nada de lo que allí pasa es casualidad.