La suerte de ver campos de tulipanes en Holanda
Hay momentos en la vida en que los planetas se alinean, los astros se ponen de acuerdo y las cosas, simplemente, ocurren. Algo así sucedió cuando visité Holanda y cumplí un sueño viajero.
Llegué a Leiden un 19 de abril. Quizás mi pasada por este país bajo no habría incluido más que un par de días en Ámsterdam, de no haber sido porque mi prima y su marido viven en esta pequeña ciudad universitaria, y me invitaron a quedarme en su casa durante mi estadía.
Para que comprendan lo que les contaré a continuación, debo confesarles algo: tengo un fetiche con las praderas. No puedo evitar sentirme atraída cada vez que veo un campo lleno de flores, pasto o incluso maleza. Me dan ganas de acostarme en ellas y quedarme horas mirando el cielo, y de correr al estilo de Laura, Mary y Carrie Ingalls.
Por eso, cuando mi prima me contó que eran los últimos días de florecimiento en los campos de tulipanes de Holanda, me hiperventilé de emoción. Era una suerte, porque esta especie sólo florece durante 20 días y para mi era un sueño viajero que al fin podía cumplir.
La idea inicial era visitar Keukenhof, el parque de tulipanes más famoso del país. Pero, googleando un poco antes de ir, me di cuenta de que había algo aún mejor que este sitio que, a fin de cuentas, era puro paisajismo.
Y los astros hicieron de lo suyo una vez más. Los mejores escenarios de tulipanes no estaban en Keukenhof, sino en los campos de alrededor. Justo en la ruta que une Leiden con Haarlem. ¡Bingo!
Una pradera. Llena de flores. Repleta de tulipanes. “Vamos”, dije.
Propiedad privada
En el National Geographic recomendaban hacer el paseo en bicicleta. No hay mejor cliché que pedalear por Holanda. Pero resulta que, al menos en Leiden, la mayoría de las bicicletas son aro 28, y yo mido 1,56. En ninguna de las bicis que arrendaban a la salida de la estación de trenes de la ciudad logré siquiera intentar pedalear. Porrazo seguro.
Así que optamos por lo fácil y tomamos un bus que, en 20 minutos, nos dejó en la puerta de Keukenhof. Así que, mientras la gente hacía filas kilométricas para entrar al parque, nosotros cruzamos la carretera y nos metimos a un inmenso campo de tulipanes.
Eran hileras de flores amarillas y naranjas con caminitos entre medio para pasear y sacarse fotos. Unos metros más allá, se divisaba un campo aún más grande con tulipanes de otros colores. Pero una sanja de un metro y medio dividía los dos terrenos. La gente que andaba en las mismas que nosotros se las ingenió y puso una tabla para pasar al otro lado.
No había alcanzado a meterme al campo cuando apareció un holandés enfurecido y –según deduje, porque no entendí nada de lo que decía– empezó a echar a los visitantes del lugar. Supuse que era el dueño del terreno y que (junto a un centenar de turistas en la misma parada que nosotros) nos habíamos metido a una propiedad privada. Breaking the law.
Corrí rápidamente, me senté en medio de los tulipanes de colores y me saqué una foto. Fueron diez segundos de euforia máxima antes de tener que salir corriendo del lugar. Pero fueron los mejores.
Cuando volvimos a Leiden, pasé las fotos de mi cámara al celular. Ahora, cada vez que me acuerdo, las busco y me quedo un buen rato mirándolas. Y me acuerdo de esos diez segundos de felicidad. Un tiempo cortito, pero bien aprovechado. Igual que la vida de los tulipanes.