Safari fotográfico en las Rocky Mountains
Imagina un parque nacional enorme que es hoy Patrimonio de la Humanidad. Un paraíso para fotógrafos lleno de osos, alces y venados. Un lugar atravesado por una cadena de montañas rocosas que escupen cascadas y le dan forma a grandes glaciares que dan vida a los lagos más calipsos que hayas visto…
Nuestra estadía en Canadá tenía fecha de vencimiento. Estaríamos solo un año y no fuimos precisamente a pasear, sino a trabajar. Pero mucho antes de que llegáramos a este precioso y gigante país teníamos entre ceja y ceja las famosas Rocky Mountains.
Y así fue como un día le dije a Anita, una gran amiga chilena que hice en Vancouver:
– Está medio imposible hacer las rockies. La plata que podríamos estirar dos meses en Latinoamérica se nos iría en una semana.
– Yo los llevo. No pueden irse de Canadá sin ver esa maravilla– me dijo Anita.
Mi sueño no era solamente conocer ese hermoso paraíso, sino vivir un Into the Wild fotográfico en medio de esa fauna que sale a alimentarse en verano. En especial los osos grizzli, pues quería saber qué se sentía tener a un animal de ese tamaño frente a ti, sin rejas de por medio. Quería tomar una fotografía que me costara enfocar, retratar un momento que me dejara sin respiración, ver hasta dónde podía llegar.
Y llegó el día de partir
Anita nos pasó a buscar y, tras 12 horas de manejo, llegamos al camping de Lake Louise en Banff. Nuestra intención era, en una semana, unir este lugar con Jasper parando en distintos campgrounds a lo largo del camino.
Los campings eran impecables, llenos de fauna suelta, que te obliga por ley a no dejar comida a la vista. Todo debía ser guardado en el auto, ni siquiera dentro de la carpa (como hicimos un día, cuando las ardillas se dieron el festín del año).
Una vez instalados salimos a buscar animales. Íbamos por la carretera cuando vimos a mucha gente expectante a orillas del camino. Paramos el auto, nos bajamos y una señora me dice «black bear». Tenía la cámara conmigo, pero no atiné a nada. El resto de la gente desapareció para mí, y estaba segura de que el oso escucharía mis acelerados latidos. Pero él estaba en la suya comiendo flores amarillas en el camino. Recién después de unos minutos pesqué mi cámara y tomé las peores fotos que he disparado jamás. Mi emoción/susto/ansiedad me hicieron tiritar y no pude enfocar ni una sola foto. Me mataba la interrogante «¿y si no veo más osos los próximos días?». Pero no fue así, vimos todos los días, al amanecer y al atardecer, familias de venados cruzando la carretera, mamás osas con sus cachorros y muchas ardillas kamikaze cruzando plena highway.
El primer lago que fuimos a ver fue el Morraine. Era el lugar que más quería fotografiar y ver con mis propios ojos que ese color era real. Y lo era. Tener esa belleza frente a nosotros nos hizo saltar y llorar de felicidad con mi amiga.
Y tras varios días, cientos de kilómetros manejados y casi 4 mil fotos, tuvimos que volver. A orillas del camino había una lomita y al otro lado creí ver un oso. Anita retrocedió, me bajé, subí la loma y sobre las vías del tren vi un grizzly gigantesco. Ahí me quedé, intentando enfocar bien y sacar una buena foto. El oso miraba siempre hacia abajo, pero de pronto alzó su vista, me miró, disparé, y me seguía mirando. Bajé mi cámara y él dio un paso hacia mí. Si corría, estaba perdida, ya que son animales muy veloces. Jamás debes darle la espalda y mucho menos correr. Yo dejé mi cámara colgando. Levanté mis manos y baje mi vista mientras retrocedía de frente. Una vez la lomita me hizo invisible al oso, corrí al auto como si me persiguiera el demonio.
Las siguientes 12 horas camino a Vancouver fui mirando la foto que me puso de frente a uno de mis grandes sueños.