Debajo del sol está Dublín
La ciudad te invita a perderte, a ser testigo de que en cada calle hay historias que nacen en la boca de los murales. Porque Dublín no es de papel. Porque Dublín existe. Porque Dublín es uno de esos lugares en el que aprendes que la vida es aquí, es ahora.
Pensé mucho respecto a si contarles o no sobre Dublín. Pensé mucho si sobraban o no los motivos para adentrarse en esa tierra que responde al nombre de “laguna negra” y que visité hace doce meses. ¿Volvería a ir? Suelo hacerme esa pregunta cuando el viaje se termina, como si con esa interrogante se abrieran las verdaderas conclusiones: no esas que les cuentas al mundo sino aquellas que guardas para ti porque son muy íntimas para que la respuesta llegue como si fueras un autómata. El viaje es siempre un inicio y yo, de alguna manera, todavía estaba intentando descifrar esa semana de primavera que habíamos vivido con mi mejor amiga.
Cuando volví a Madrid y me preguntaban cómo había sido la experiencia, yo decía que mi alegría era la literatura. Para los que leemos, para los que escribimos, Dublín es la cuna de los grandes y esa era en principio una de las razones, quizás la justificación principal, para que convenciera a Fernanda de que viajara desde Chile hasta Madrid y nos piráramos, como dicen los españoles, al país que vio a nacer a Oscar Wilde, Samuel Beckett y George Bernard Shaw.
La obsesión venía creciendo hace semanas y mi éxtasis era aún mayor porque estaba atrapada leyendo “Dublineses” de James Joyce, esos quince relatos que retratan la sociedad de la época como un universo absolutamente roto. ¿Será así la capital de Irlanda? ¿Dónde estaba la luz en medio de toda esa oscuridad? Me seducía esa fragmentación que si bien era poesía, simbolizaba también la posibilidad de un lugar que no puedes entender porque todavía no has estado ahí. ¿Habría cambiado el cielo de Joyce? ¿Seguiría siendo el mismo?
No les quiero mentir: Dublín a ratos parece una ciudad lúgubre, un poco gris, un poco inhóspita como si todo el mundo que la rodea estuviera impregnado de una tristeza ancestral que esconde las sonrisas más sinceras que he visto en mucho tiempo.
Yo había ido en busca de los versos de José Hierro (“me acuerdo de los árboles de Dublín”), pero también había un objetivo interior del que solo fui consciente tiempo después cuando descubrí que Dublín no era solo literatura.
Si tuviera que hacer un recuento de aquellas cosas mágicas, empezaría contándoles que nos advirtieron sobre su mal clima y a nosotras no nos cayó siquiera una gota de lluvia. También que no es un invento que cuando caminas por las calles y conversas con las personas, te das cuenta de que es la historia de un país azotado por el hambre, las guerras y las depresiones. Que nada de lo que está ahí es casualidad. Que a la gente le gusta levantarse temprano y que la noche siempre puede ser muy ruda. Que las cocinas se cierran antes de las diez y que después, mucho después del después, los bares comienzan a vivir como pájaros noctámbulos. Que las tardes son eternas si quieres caminar por un parque interminable como el Phoenix Park (el más grande de Europa), perderte por la bohemia del Temple Bar, disfrutar de las distintas ferias de antigüedades donde los irlandeses venden todo lo que te puedas imaginar (yo me compré una máquina fotográfica que data de 1920) o pasear por el Trinity College (la universidad más antigua y prestigiosa de Irlanda) y contemplar esa escultura del italiano Arnaldo Pomodoro (Esfera dentro de una esfera). Que siempre puedes quedarte un rato más con la estatua de Molly Malone, esa mujer de la calle Grafton (pescadora de día, prostituta de noche), que trescientos años después de su muerte continúa, según cuenta la leyenda, deambulando por las calles de Dublín…
La ciudad te invita y te invita a perderte, a ser testigo de que en cada calle hay historias contadas a través de murales que te hacen pensar que Bruselas no es la única ciudad de los grafitis. Porque Dublín no es de papel; existe, lo puedes tocar y lo sabes mientras bordeas el Puente Samuel Beckett que te recuerda al de la Mujer de Buenos Aires, haces una pausa en la fuente de agua de la Catedral de Saint Patrick´s que data del siglo V o reconoces la historia a través de las casitas de colores que rodean el Puente O´Connell. Todo eso mientras caes en la cuenta de que la vida es aquí, es ahora, que siempre puedes caminar y caminar y caminar hasta volver a encontrarte en una esquina roja, verde y azul que te haga ver el zigzag de los árboles de Dublín y las palabras de esos hombres y mujeres que escribieron con el ardor de su sangre la poesía de una tierra inventada.