Cumpliendo sueños en la selva boliviana
Desde pequeña tuve el sueño de conocer la selva, influenciada por los monos animados y los zoológicos. Algún día tenía que llegar. Y llegué.
Cuándo menos lo esperaba, y en medio de una crisis emocional, mi mejor amiga me llamó para invitarme a la selva boliviana.
– ¿Cuándo nos vamos? –le pregunté.
– En dos semanas más –me respondió.
– ¿Y cuál sería el itinerario?
– Ir a la selva unos días –me dijo. Y así, sin pensarlo, partí sin esperar nada, que todo sucediera.
Llegar a la selva
Después de unos días dando vueltas por La Paz, Coroico y Copacabana llegamos a Rurrenabaque, un impresionante pueblo ubicado al norte de Bolivia. Los que leyeron Cien años de soledad se sentirán parte del libro estando allí.
El aire tropical se deja sentir entre medio de los cientos de árboles de plátanos que hay en cada casa o terreno vacío. Los niños corren sin zapatos por el centro, mientras que el medio de transporte local es la moto. No hay límite de velocidad y el calor no parece ser un problema para los habitantes de Rurre. Al divisar la costanera se ve el río Beni con canoas que se ocupan como taxis e indígenas pescando lo que salga del agua. Un absoluto paisaje de selva.
Pero eso es el principio. A las 11 de la mañana partió el bote hacia Serere, una reserva natural a tres horas y media río adentro. Con unas mochilas y ropa para la selva nos aventuramos mujeres, hombres y niños. Se sentía la ansiedad en el ambiente, pues nadie hablaba y todos mirábamos a las familias nómades que se movilizaban con sus canoas buscando comida.
Después de unas horas, entre lloviznas y sueño profundo, llegamos a tierra. Ahí nos esperaban guías, el cocinero para recibir los envíos desde Rurre y un par de jóvenes trabajadores de no más de dieciocho años, que esforzadamente transportaban en una especie de burra las cosas hacia la casa grande
Y tuve suerte (mejor dicho tuvimos.) Nos recibió Severo, un hombre que en sus arrugas dejaba interpretar su edad. Desde ese momento fueron días mágicos, nos dividieron en grupos y nos dejaron elegir nuestras actividades diarias. El primer día escogimos explorar la selva y, por la noche, salir a buscar caimanes en el río.
La vida en la selva
Nuestro lugar para dormir era una cabaña rústica cubierta con una malla mosquitera, al igual que las camas. La casa grande, como le decían todos, era el lugar para comer y compartir con el resto del grupo. Por fuera andaban merodeando monos que aprovechaban cada oportunidad para entrar y robar comida, capibaras y un tapir que buscaba la atención y el cariño de los turistas.
No había agua caliente, luz, señal de celular, espejo ni nada vanidoso. Nos tocaron tres días de tormenta, pasé frío, en cada caminata quedábamos llenas de barro y picadas por mosquitos. Conocí personas de todo el mundo, comí postres de cacao natural, comida boliviana cocinada por un sudafricano y me hice un anillo de coco que ocupo hasta el día de hoy. Abracé monos, los alimenté con plátanos y comí con hormigas a mí alrededor. Vi un oso, huellas de jaguares, tucanes, serpientes, mariposas…
Si hay algo que aprendí en la selva es que estamos acostumbrados a vivir en un mundo cómodo, no podemos desconectarnos de nada y tenemos que estar al tanto de todo. Vivimos apurados, acelerados, tenemos horarios para hacer nuestras cosas, ser personas aquí y allá.
Antes de irme le agradecí a Severo lo que me enseñó y se emocionó: “La selva te sanará todos tus males de amores”, me dijo. Cinco días fue muy poco tiempo, pero a pesar de eso llegué más tolerante, más feliz. Cumplí mi sueño de vivir unos días en la selva y lo volvería a hacer feliz.