Un sueño viajero más allá de las estrellas
Cuando crucé el charco, como dicen los españoles, tenía un sueño viajero por cumplir: visitar Marruecos y el desierto del Sahara.
Desde Europa es muy barato ir de un continente a otro, por lo que me embarqué desde Sevilla y en una hora y media ya estaba en África.
El viaje hacia la zona árida más extensa del planeta desde Marrakech es de seis horas aproximadamente, atravesando la montaña del Atlas. Paisajes áridos, mujeres tapadas, más de 45 grados y sólo hombres en las calles son de las cosas que más impresionan durante el trayecto.
Sin embargo, por fin llegábamos al desierto.
Era de noche y no podía distinguir nada de lo que había a mi alrededor. Sólo sabía que llegamos a Merzouga, que comeríamos tajine y que aquella noche seríamos los únicos huéspedes del hostal.
La noche fue sudor, calor y varias duchas para intentar dormir un poco mejor. Al despertar nos encontramos con la postal más maravillosa que vi en mi vida. Lo más parecido al desierto de un protector de pantalla de Windows. Una imagen comprada de un banco de fotos. El desierto y sus dunas es algo mucho más impresionante a lo que había imaginado. Muchas veces pierdes la claridad de la imagen por el humo del calor que emana la tierra, pero cuando puedes apreciarlo es algo difícil de olvidar.
Aquél día, la gente del Hostal de Merzouga nos hizo sentir parte de ellos. Nos llevaron a visitar los huertos de las 50 familias que viven en el pueblo, comimos pizzas y dulces árabes (amamos su gastronomía) en casa de una mujer bereber que amablemente nos invitó a sentarnos en el suelo y compartir su mesa.
Hay una imagen que describe este viaje: ver acercarse a Laxen (nuestro amigo bereber) con los camellos. Esto anunciaba que era hora de partir: nos íbamos a dormir al desierto.
En medio del Sahara
Ya nos habían hablado de las tormentas de arena, por lo que debíamos usar turbante durante el trayecto. Como buenos viajeros accedimos a lo que unos de ellos le preguntó a Mauricio, mi acompañante: “¿Qué color de turbante quieres usar?”, a lo que él respondió “blanco”. Al instante se acercaron a mí para ponerme mi turbante blanco ¡chan! Como los hombres deciden todo por las mujeres, él había elegido por mí sin saberlo.
A paso de camello nos fuimos adentrando en el desierto. Qué maravilla mirar al infinito y ver la inmensidad del lugar. Ver cómo las sombras de la caravana de camellos se reflejaba en la arena me hacía alucinar.
Dormir bajo las estrellas
Al cruzar la última duna del recorrido, pudimos observar un campamento montado en medio del desierto; habíamos llegado a nuestro refugio. De pronto comenzamos a avanzar más rápido, pues la famosa tormenta de arena estaba comenzando. Los camellos quedaron «estacionados» al lado de la jaima (la carpa en la que dormimos) y nos pidieron entrar rápidamente, pero como buenos chilenos, salimos para grabar el video que ahora comparto con ustedes.
Lo mejor de viajar es tener un compañero que sea igual que tú o que al menos cuente con ciertas actitudes que lo definan como viajero.
Los árabes comenzaron a preparar la cena, a lo que Mauricio, como buen chef, les preguntó: “¿Puedo ayudarles?». A pesar de que no les gustó mucho la idea, seguimos insistiendo, pero los bereber aceptaron que sólo él estuviese en la cocina. Es que el tajine es tan bueno y sano que había que aprender.
Pasamos una noche mágica. Cenamos, cantamos y reímos al son de los tambores hasta la hora de dormir. Había dos opciones; para hacerlo: dentro o afuera de la jaima, en una duna a la intemperie. Nosotros teníamos clara nuestra opción y, a pesar de que aquella noche el cielo estaba totalmente cubierto y todos desistieron de la idea, nosotros armamos nuestra cama en pleno desierto.
Sentirme un punto en la inmensidad es lo que más amo de viajar. Quedamos pegados al cielo, conversando de la vida, sintiendo el silencio propio del desierto, cuando unas gotitas comenzaron a caer, pero bastaron sólo cinco minutos para que el cielo se llenara de estrellas. Quisimos despertar a todo el mundo pero del italiano, quien más quería estar afuera, sólo se escuchaban sus ronquidos. Éramos nosotros, el desierto y las estrellas, entre dunas y en la mitad de la nada.
Dormimos poco y sólo nos quedaba esperar un nuevo espectáculo que se acercaba: el amanecer. Vi colores, sombras y contrastes que aún no puedo definir y que jamás he vuelto a ver.
Cada vez que recuerdo este viaje repaso una a una mis fotos mentales y lo que sentí en ese lugar. Es que no hay cámara que pueda captar todo lo que les estoy contado. Un viaje especial, hermoso y, por sobre todo, diferente.
Me gusta cuando mis viajes toman caminos no trazados, pues ellos conducen a la aventura.